Presentación de la obra por el autor - 1993
Quien asistiera a una representación teatral de la novela Fortunata y Jacinta o de la Regenta o de Guerra y Paz esperando encontrarse, capítulo tras capítulo, con unos actores representando sucesivas partes de la narración novelística cometería parecido error de quien fuera a ver una representación de la ópera La Traviata con el libro La dama de las camelias de Alejandro Dumas debajo del brazo esperando encontrarse lo mismo. Sería absurdo: puesto que el teatro y la novela son géneros distintos las obras deben ser distintas. Podrían acaso tener en común el nombre de los personajes principales y el núcleo argumental.
Pero una novela es ante todo «narración» de unos hechos o pasiones, y «descripción» de donde y como suceden. Por el contrario en el teatro es —debe ser— situación lo que en una novela es «narración»: dos formas absolutamente distintas, y aún contrarias de situarse ante unos personajes o pasiones y, por tanto, dos formas esencialmente distintas de concebirlos, de vivirlos y hacerlos vivir. Son dos talentos —el teatral y el novelístico— distintos. El novelista puede dedicar cinco, diez o más páginas absolutamente maravillosas a la descripción de un mantón de manila, o de una tienda de productos de ultramar como Galdós, quien a través de esas descripciones nos comunica la complejísima sicología de los personajes. Esto no es solo imposible en el teatro, sino incluso contraproducente. Más aún: lo más probable es que ni tal mantón ni dicha tienda sean vistos nunca.
Nada más difícil que trasladar —mejor será decir recrear— unos personajes pertenecientes a un género —novela en este caso— para hacerlos vivir en otro distinto: el teatral. Yo que he escrito y estrenado ya casi veinticinco obras originales para el teatro lo sé bien. Más aún, de algunas de mis obras originales y estrenadas que como tales se han hecho —y con gran éxito de crítica y público y con multitud de premios nacionales e internacionales— se han llevado al cine. Y, pese a haber sido yo mismo además de el autor de la obra teatral, el guionista de la película la obra cinematográfica resultante fue siempre, necesariamente, distinta. Otra cosa. Otra obra: pese a contar los mismos hechos con los mismos personajes el «tempo» es distinto y los géneros teatral y cinematográfico distintos. El estudio de los géneros y su transplante —o recreación— de uno a otro es, sin duda, uno de los temas más apasionantes para los estudiosos de los géneros literarios. Apasionante y difícil, tanto que hay pocos estudiosos, si es que los hay: yo no conozco ninguno. Y se explica: para hacerlo haría falta que el tal crítico fuera, además de crítico, autor de obras originales, y adaptador.
Pues hay aún un más difícil todavía: una obra teatral puede resultar no solo diferente, sino completamente distinta y aún contraria, según el tratamiento que le den el director y los actores. Esta obra que van ustedes a ver se estrenó en el teatro hace muchos años —en el sesenta y nueve en el teatro Lara— por una compañía y un director distintos, siendo el texto teatral el mío, el mismo. El espectáculo resultante es completamente distinto. Hay un ejemplo de este proceso, tan famoso, que no resisto enunciarle: las distintas representaciones en inglés, alemán, francés, español que se hicieron hace años de la obra teatral Marat-Sade de Peter Weis hicieron —merced a las versiones distintas de sus directores— parecieran obras distintas.
Una última nota: hace algunos años —veinte creo— estrené en el teatro español de la Plaza Santa Ana de Madrid una obra titulada El buscón sobre personajes de Quevedo y documentos de la época, según yo señalaba en el programa. Como los personajes principales se llamaban con los mismos nombres que los de la novela del mismo título de Quevedo hubo un crítico que señaló que el maravilloso castellano quevedesco en el que hablaban los personajes de Quevedo, dando la prueba definitiva de que jamás había leído la novela, pues todo el que haya leído sabe que no hay ni una sola línea diálogo en toda la novela. Los setenta y tres folios de mi buscón naturalmente los había escrito yo de la primera a la última línea porque... «servidor no tiene la suerte de San Isidoro al que los ángeles le hacían la labor». Y eso es precisamente, lo más difícil: meterse en «la piel», en «el cerebro», en «el estilo» de Quevedo, de Galdós o de quien sea hasta hacer parecer suyos diálogos que no lo son ni podrían serlo: unos porque ni lo tienen y otros porque aunque los tengan no se pueden utilizar pues nada hay en literatura más distinto que el diálogo novelístico y el diálogo teatral.
Digo esto para aviso de caminantes y señalar cuan importante es no sólo el trabajo de quien lleva al teatro una novela, que habría que decir quien «recrea en forma teatral un argumento novelesco» —y las aportaciones fundamentales de la visión de cada director y de los intérpretes—. El resultado de tantos esfuerzos y talentos reunidos es lo que os ofrecemos esta noche: quien llevado, aunque solo sea por la curiosidad, relea la novela de Galdós —que espero lo harán muchos— comprenderán de que estoy hablando.
Ricardo López Aranda - 1993
Este texto fue editado en el programa "completo" de la representación de Fortunata y Jacinta en el Teatro Español de Madrid en 1994